Mi nombre es Tomás y me encuentro escribiendo esto en una situación bastante abrumadora. Llevo un total de tres meses en la unidad de salud mental de Ancora, internalizado por un supuesto “trastorno esquizoafectivo”.
La historia dio su comienzo cuando terminé la carrera de enfermería hace un par de años, tiempo en el cual iba hospital tras hospital buscando un lugar que realmente me hiciera sentir pleno. Siempre me habían impulsado mis ganas de salvar vidas y poder ayudar a las personas, motivo por el cual elegí esta profesión. Sin embargo, un centro convencional parecía no llenarme del todo. «Hay personas muriendo allá afuera, ¿por qué seguir atendiendo estúpidos catarros?», pensaba.
Fue tal mi devoción por esos pensamientos que me mudé a uno de los barrios más pobres de los Estados Unidos: Camden, Nueva Jersey. El plan era sencillo; vivir de alquiler en una humilde morada y tratar de ofrecer mis servicios a los más necesitados. Los primeros meses se hicieron cuesta arriba. No conocía a demasiadas personas y la gente parecía “huir” de los extranjeros. Notaba una fuerte falta de confianza por parte de los civiles, cosa que dificultó mi trabajo durante días. Por suerte, pude ponerme en contacto con una asociación vecina que dedicaban sus esfuerzos a ayudar a los más desamparados.
El día a día era duro, pero nada que no hubiera anticipado: alta criminalidad, pobreza, adicciones… Todo lo previsto. Sin embargo, aquel apartamento de alquiler, el lugar donde me debía de sentir seguro; donde debía de dejar de estar alerta y descansar, se volvió una completa pesadilla.
Una mañana, tras despertar, comencé la rutina matutina como de costumbre. Había acordado con Jessica, una de las promotoras de tal asociación, vernos para partir al Cooper University Health Care; uno de los principales centros médicos especializados en el abuso de sustancias allí, en Camden. Cuando me paré frente al espejo del baño, observé una imagen que no coincidía con la vista hasta ahora. Yo seguía siendo yo, pero mis ojos no me miraban a mí, si no que parecían observar algo que estaba detrás.
No entendía lo que estaba ocurriendo.
¿Cómo era eso físicamente posible?
Observé detrás de mí en reiteradas ocasiones, pero nada resultante captaba mi atención.
Esa situación se repitió día tras día desde entonces. Yo no era capaz de reconocerme en mi propio reflejo, pues su mirada se posaba en algo que resultaba imposible de descifrar.
Comenté la situación con mis compañeros, los cuales parecían tomárselo a broma o no darle mucha importancia. Pero yo sí se la daba. Pasaba horas mirándome, o al menos tratando de hacerlo; pues mi reflejo seguía sin coincidir con el mío.
Comenzaba a hartarme. Corrí los muebles, hice uso de luz ultravioleta, tapé el fondo con una manta; pero nada hacía que la situación variase. Viendo los mismos resultados que como de costumbre, traté de dejar de usar aquel baño. Aquello se había vuelto casi una obsesión para mí. Pensaba día y noche acerca de aquel reflejo, de cómo claramente posaba su mirada detrás de mí y de cómo no lograba descubrir lo que estaba ocurriendo.
Pasadas unas semanas, tras haber dejado aquel aseo inutilizado, inundado de los numerosos pensamientos persistentes e intrusivos que ocupaban mi mente, decidí volver a entrar. Lo que encontré sobrepasó completamente mis expectativas. Algo mucho más perturbador había aparecido. Había conseguido materializar aquello que se encontraba tras de mí: una silueta. Era una figura borrosa e indistinta. No estaba seguro de qué era lo que estaba en mi espalda, pero no era humano. Miré fijamente aquello, y por fin, tras numerosas semanas, el reflejo fue fiel a mi situación. Ambos mirábamos a aquella cosa, aterrados.
Me mantuve unos instantes esperando a que ocurriera algo, pero no pasaba nada. Miraba hacia atrás y no había rastro de lo que estaba presenciando en el espejo. Tras aquella bochornosa situación, mis piernas huyeron movidas por el terror, dirigiéndose al teléfono fijo que se encontraba acumulando polvo en el salón.
Llamé desesperado al número del arrendatario del hogar, el cual respondió con un tono frío y apagado.
—¿Quién llama? —descolgó.
—Buenas tardes, soy el inquilino de uno de sus apartamentos en Camden.
—Oh, claro. Me acuerdo de ti—respondió, con un tono más animado—. ¿Está todo bien?
—Eso quisiera. Hace ya numerosos días que está ocurriendo algo extraño —tartamudeé—. El espejo muestra algo que no existe en realidad.
—¿El espejo, dices?
—Así es. Cada vez que lo observo, parece que hay algo más tras de mí.
—No sé si logro entenderte. Es posible que haya alguna mancha en él y esté dando ese efecto óptico. Ya sabes; es un espejo antiguo.
¿Antiguo? Ese espejo no compartía esa característica.
—El espejo está bien, pero no lo que se ve en él —repetí—. Estoy preocupado; muy preocupado. No sé qué es lo que puedo hacer.
—¿Has probado a poner una lamparita? La entrada es algo oscura y eso podría estar llevándote a una confusión.
—¿Entrada? No hablo del espejo de la entrada.
—No hay más espejos en la vivienda. Es algo que mencioné en el anuncio.
¿Cómo?
—¿Y qué hay del baño? Ahí hay un espejo. Es al que me refiero.
—El baño no tiene ningún espejo.
Hubo unos instantes de silencio antes de que el dueño retomase la palabra.
—El baño no está terminado. Como te digo, lo puse en el anuncio. De hecho, falta la pared del lavabo.
—¿La pared del lavabo? Ahí es justamente donde está.
—Hay un hueco. Facilité el contacto con los albañiles en el anuncio. Al no haberte puesto en contacto con ellos, esa pared sigue sin terminar.
—¿Y a dónde lleva esa pared? —Tragué saliva, esperando escuchar algo que diera sentido a todo lo que estaba sucediendo. Finalmente, respondió:
—Al cuarto de baño del vecino.
Tremendamente impactado por su respuesta, colgué y fui directo a casa de Jessica. No me sentía seguro, ya no. Ella, aunque pareciendo haber estado apunto de irse a descansar, me escuchó atentamente y me hizo compañía durante el resto de la tarde. Al día siguiente, insistió en ir al hospital, preocupada de que todo este cambio laboral haya afectado de alguna manera a mi salud mental.
Ya no volví a salir de allí. Comentan que hay peligro de que estas “alucinaciones” puedan provocar algún daño. Es cierto que mi estado emocional había empeorado, pero estaba completamente seguro de que aquello que vi no se trataba de una alteración de la realidad. Insistieron en que aquel vecino se mudó hace un par de años, dejando la casa totalmente sola y desaliñada. No había rastro de okupas ni de vagabundos; por lo que mi testimonio careció de sentido.
El único que vio la verdad fue él. El único que me avisó de ello. El único que no sería capaz de tacharme de loco. El único que creería en mí y en la figura que se escondía en aquella casa. Él, mi reflejo.